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Visión china de mundo y de su lugar en él. Pasado, presente y futuro

Visión china de mundo y de su lugar en él. Pasado, presente y futuro

Mariola Moncada Durruti

Doctora en Historia Contemporánea China y Docente de Cursos de Cultura China

1. INTRODUCCIÓN

El poder transformador del asombro en el trabajo por la paz

Es inevitable para todo aquel acostumbrado a bucear en la historia, al menos para la que escribe estas líneas, maravillarse del momento histórico que nos ha tocado vivir en la cabalgadura de los siglos XX y XXI. Y lo es porque nos hallamos ante un fenómeno sin precedentes en el proceso civilizatorio de la humanidad: el encuentro entre China y Occidente, entre la civilización viva más antigua del globo y su alter cultural.

Es cierto que mercaderes, misioneros, filólogos y algún filosofo nos habían aproximado a China desvelando algunas (muy pocas) de las joyas de su civilización a lo largo de los últimos cinco siglos. Pero nunca ese encuentro había sido tan directo, tan inmediato, tan real, y con tal potencial de ser fecundo como en la recién estrenada era de la globalización y del espacio digital. Momentos de impacto civilizatorio similar pudieron ser, quizás, los descubrimientos del nuevo mundo en el siglo XVI, o la revolución Industrial del XIX por el cambio enorme que se operó en la vida de las personas tras esos procesos históricos.

El encuentro del siglo XXI con China coloca frente a Occidente la imagen misma de su alteridad, su otro culturalmente más lejano, un otro totalmente original, portador de un humanismo forjado con códigos diferentes, transmitido por otros grandes sabios y vivido por generaciones de un pueblo cuya quintaesencia no deja de ser parte inalienable de la sabiduría perenne, que no es patrimonio de una civilización, sino de toda la humanidad. He ahí el quid de la oportunidad histórica, que gran ocasión para ambos la de poder encajar piezas que ayuden a comprender ese gran puzle que es el devenir de la humanidad.

Una de las utilidades sociales del historiador, quizás la más noble, es la de contribuir con su mirada a afinar en su público la percepción del otro. Parte de su trabajo es entender que la percepción es un asunto de extraordinaria importancia, porque de la percepción se genera una actitud, y de la actitud se derivan una serie de acciones. Una percepción parcial, distorsionada, o recabada sobre información superficial, suele dar lugar a desencuentros entre el sujeto que percibe y el objeto percibido. Una percepción profunda, realizada tras un proceso de reflexión, asentada en un criterio más sólido suele proporcionar, por el contrario, encuentros. Los encuentros no necesariamente significan una identificación de contenidos, ni la justificación acrítica de lo injustificable, pero sí favorecen el diálogo y la comprensión mutua, una herramienta fundamental para construir paz en un mundo global.

El objetivo de este ensayo es por tanto reflexionar sobre la visión china del mundo, y contribuir con ello a afinar nuestra propia percepción de China, un coloso culturalmente singularísimo, cuyo peso poblacional y económico hacen inevitable la necesidad de entenderla cuando hablamos de algo tan importante como la paz mundial. Con el corazón puesto en ese afán, proponemos acercarse a China con una mirada que no surja del juicio, sino del asombro ante lo diferente, porque el asombro y su corolario, el respeto, tienen un enorme potencial de convertir la diferencia en un espacio fecundo de complementariedad.

  1. ¿QUÉ TIPO DE ENTIDAD POLÍTICA ES CHINA?

 2.1 Rastreando el ADN cultural de China y Occidente

La singularidad de China nos obliga a un paso previo antes de zambullirnos en la reflexión sobre lo que ha sido su visión del mundo a lo largo de la historia. Este paso previo consiste en explicar qué tipo de entidad política es china y cuáles son, a grandes rasgos, los fundamentos culturales en los que se asienta esta entidad. Algo que no resultaría necesario para un japonés, un mongol o un coreano (gentes que están mucho más próximas al universo cultural chino y por tanto a su cultura política), pero sí resulta relevante en nuestro caso. Lo haremos utilizando el recurso de la historia comparada, confrontando lo que podríamos llamar el mapa del ADN cultural de la civilización occidental con el correlativo del ADN cultural chino.

No debería resultarnos muy difícil identificar las raíces del sustrato civilizatorio sobre el que hemos ido construyendo nuestra modernidad y que marcan bastante claramente nuestro ADN cultural: somos especulativos porque pensamos y discurrimos como los griegos; hemos organizado nuestra convivencia con un corpus jurídico integral porque somos romanos, y  moralmente,  por muy secularizados que estén los valores que animan a nuestro ordenamiento civil, estamos entroncados en el eje cristiano. Hemos construido un proyecto del cual estamos orgullosos que es la Modernidad; desde el S. XVII hemos entronizado la razón como el instrumento más idóneo para explicar la realidad y desde la Ilustración identificamos los valores de igualdad y libertad como principios políticos de referencia. La lucha por estos valores ha redundado en la atomización del poder y en su conquista por parte del pueblo cristalizando en el sistema que llamamos democracia. En los últimos doscientos años, hemos alcanzado cotas extraordinarias en el conocimiento científico y tecnológico. Por último, somos incapaces de concebir una idea de progreso que no sea estrictamente lineal.

Estos son a grandes rasgos las trazas del ADN cultural de Occidente, y que arrojan mucha luz acerca de nuestra visión del mundo y de hombre. ¿Pero cuál es el de China? Si bien la naturaleza humana es la misma, y hay sabiduría y anhelos compartidos, sin embargo, el mapa del ADN cultural chino no ha seguido por los mismos derroteros.

El pensamiento chino no es ni especulativo ni abstracto, ni sigue un esquema de lógica formal como el occidental. China no buscó con ahínco lo que los griegos anhelaban conocer, las verdades últimas como el Ser o la existencia de Dios. Es especialmente iluminadora la forma e la que el sinólogo y filósofo François Jullien habla del pensamiento chino cuando dice que China exploró otras formas de inteligibilidad. El pensamiento chino no se embarcó en la búsqueda de la verdad sino que se dedicó a por procesar, analizar y codificar aquello que le resultaba más real: el cambio. Los griegos buscaron lo inmutable, mientras los chinos desmenuzaban la anatomía de lo mutable, y en esa búsqueda extrajeron patrones universales que explicaran el cambio. Entre estos patrones, el pilar más esencial de la cosmología china: el Yin y el Yang, dos opuestos complementarios, que se autogeneran y autodestruyen en un flujo constante de movimiento en equilibrio.

Pero lo mutable exigía un tipo de conocimiento relacional, intuitivo, dialéctico, un tipo de conocimiento que buceara en la lógica de los procesos, para un mundo que se concibe como un gran dispositivo en el que todo está conectado, y cuyo ideal es la regulación. En definitiva, otra vía de pensamiento cuyo objetivo ha sido siempre la búsqueda incesante de la armonía en el cambio.

Equilibrio, orden y armonía social han sido pues los valores de referencia que forman parte del sustrato cultural de la moral y política china. Y una de las consecuencias más evidentes ha sido la sacralización de un poder centralizado fuerte como garante del orden social. Políticamente durante los dos últimos milenios, China en una secuencia de varias dinastías, ha mantenido en su esencia la misma estructura de poder imperial, reflejo político de la intuición filosófica del equilibrio en el cambio. La élite política si bien ha ido variando de linajes a lo largo de los siglos, ha sabido perpetuar, en una secuencia de progreso circular, la misma estructura de poder.

2.2 El concepto del hombre y su lugar en la sociedad

Todo occidental tiene grabado en su ADN cultural el concepto de humanismo, concepto fraguado en la antigüedad grecolatina, y claramente manifiesto en el pensamiento y en el arte. La escultura grecorromana es quizás el homenaje más expresivo al humanismo clásico que se reedita de manera gloriosa en el Renacimiento, Barroco y la Ilustración. El humanismo adquiere una dimensión trascendente con el cristianismo, que  es una religión encarnada (algo muy difícil de entender para un asiático), y precisamente por eso la humanidad tiene especial trascendencia. Podríamos establecer una línea de inferencia entre la caritas cristiana, la fraternité de la Revolución Francesa, el concepto secularizado de solidaridad y la noción actual de derechos humanos. El humanismo occidental pone en valor la dignidad de la persona individual, a la que hace poseedora de los derechos a ser libre e igual.

En el humanismo de la tradición letrada china (lo que denominamos confucianismo, y que ha sido la base del pensamiento político y social en China durante más de dos milenios), no se concibe al individuo aisladamente. Al hombre se le concibe inserto dentro de un orden jerárquico que comienza en la familia, ésta a su vez se halla inserta en el clan, que es la prefiguración del estado. Comentado en todos los clásicos chinos, como La Gran Enseñanza, es la idea de que el aprendizaje del hombre superior comienza en la familia, y ha de centrarse en los principios básicos de benevolencia o bonhomía, ren, como cualidad interior más excelsa, y de la corrección o propiedad, li, (un término que en muchas ocasiones se traduce no muy afortunadamente como los ritos), como la manifestación exterior de la virtud interior. En este aprendizaje, respetar la línea de obediencia en una sociedad jerarquizada y con roles diferenciados, es la clave para lograr el objetivo político fundamental: la armonía, el orden. De aquí se deriva una de las principales diferencias en lo que respecta al ordenamiento social, y a los comportamientos políticos en la cultura tradicional china que es la supremacía del interés colectivo sobre el individual.

2.3 Esfera política: la urbe versus la tierra

los pilares del ordenamiento social confuciano se fraguan y consolidan en China de forma casi coetánea al momento en el que occidente, en los albores de su civilización, se repartía en una Atenas donde se hablaba de democracia y en una Roma recién proclamada república. Desde época por lo tanto muy temprana podemos observar un rasgo bastante diferenciador en el sustrato cultural político sobre el que se construyen ambas civilizaciones, y que imprimirá carácter tanto en la organización política que ambas van adquiriendo, como en su proyección hacia el exterior. Se trata del hecho de que China ha sido históricamente una cultura agrícola, adherida a la tierra y a los usos uy códigos sociales agrícolas.

En occidente la reflexión sobre política se realiza en el seno de una cultura, la griega, que nace siendo urbana, marítima, expansiva y comercial, que era lo que imponía la propia orografía de Grecia. Conceptos como polis, política, democracia, res publica, civitas, son todos ellos conceptos urbanos. En la Europa medieval, el siervo hallaba en las villas francas un refugio frente a la nobleza o la iglesia, los estamentos que acaparaban más poder. La burguesía, un colectivo como la propia etimología de la palabra indica, esencialmente urbano, será quien consiga hacer valer sus intereses frente a los monopolios de la corona, y protagonizar la conquista del poder en el S. XIX. En China, las ciudades no eran ni un enclave de libertad ni una plataforma útil para subvertir el orden feudal, las ciudades eran la sede del mandarinato, el centro administrativo al servicio de los intereses estatales. A diferencia de Europa, China no desarrolló una aristocracia de sangre que permaneciera empoderada durante siglos, la clase dirigente y la más privilegiada fue la de los funcionarios del gobierno, ni siquiera la burguesía comercial llegó a tener nunca el poder suficiente en China para desplazarlos de la esfera política, antes bien buscaba su connivencia para poder progresar en el terreno económico.

Es llamativo el diferente formato de “imperio” y de expansión del mismo que ambos colosos, Roma y China, mantuvieron a lao largo de los casi tres siglos que coincidieron en el tiempo la Roma imperial y la China de los Han, la dinastía en la que cuaja el concepto imperial. Roma extendía su imperio concediendo la ciudadanía romana, otorgando de esta forma los privilegios que garantizaban los derechos civiles y políticos de la ciudad de Roma a las regiones conquistadas. En China el concepto de imperio es básicamente un concepto civilizatorio, el imperio llegaba allí donde llegaba su cultura, y la cultura china llegaba donde llegaba su escritura. La influencia que China ejercía en los estados tributarios del norte y este como Japón y Corea y del sureste asiática, tenía un innegable componente de asimilación cultural, de hecho, tanto Japón como Corea y Vietnam utilizaron los caracteres chinos. Que poderoso instrumento de cohesión política, administrativa y cultural ha sido para el orbe chino su escritura. Todo aquello que está culturalmente alejado del núcleo de la cultura china era bárbaro, Yi, y conforme acortaba distancias al círculo de lo chino se sinizaba asimilándose a lo Hua.

2.4 Estructura del poder político: centralización versus atomización política

Un rasgo muy diferenciador entre ambas culturas políticas, la china y la de occidente, es el grado de concentración de poder y la extensión en el tiempo del mismo, altísimo en el caso de la civilización china además de mucho más extenso en el tiempo que en toda la historia política de occidente.

En el caso de Europa, y quizás contrariamente a lo que podemos pensar, el poder ha estado relativamente hablando mucho más repartido a lo largo de los últimos dos mil quinientos años de civilización. Las épocas en las que el poder absoluto ha sido efectivo en manos de un monarca han sido relativamente muy inferiores a las épocas en las que se ha dado una descentralización de poder. La misma Grecia era un conglomerado de ciudades–estado independientes, cuya historia cuenta con un siglo de democracia, el de Pericles.  Roma  en su historia alternó formas de monarquía, república y finalmente un imperio, que tras cuatro siglos de vida política, acabará atomizándose en los reinos medievales. Y estos a su vez serán el germen de los que a partir del sigo XV se consolidan en Europa como estados nacionales (un concepto interesante el de “estado nacional” que no existe en China hasta el siglo XX!).

Los monarcas del medievo no eran en absoluto monarcas absolutos, la monarquía repartía su poder con una institución con un altísimo grado de poder temporal que era la Iglesia, y con la nobleza, primero guerrera luego cortesana, en la cual se debía forzosamente apoyar un monarca que, recordemos, era primus inter pares. Haciendo un repaso de la historia de occidente, las monarquías absolutas tan solo duraron dos siglos, los siglos XVI, XVII, y finalmente cayeron ante el empuje de una clase que va empoderándose desde su aparición en los burgos medievales: la burguesía. A partir del S. XVI y XVII las grandes empresas políticas de las monarquías absolutas, ya no precisaban de nobles guerreros, sino de banqueros que pudieran financiarlas. Esta burguesía, cuyo origen es eminentemente urbano, será la que finalmente conquiste el poder político a partir del siglo XIX para defender sus intereses económicos frente a los grandes monopolios estatales.

China cuenta con una larga tradición imperial, vertebrada por la idea de lo que se llama en chino Da Yi Tong.  Unidad, cohesión, y centralidad política han sido las constantes de esta tradición. Responsable de esta cohesión era sin duda la institución imperial. El poder político en China era ejercido desde el palacio, arquetipo de la centralidad, por el emperador y sus ministros, y se extendía a todo el territorio gracias al formidable y sofisticado aparato funcionarial que a lo largo de los siglos fue el mandarinato. La eficacia en la gobernabilidad no dependía tanto de la figura del emperador, cuanto de la solidez de esta institución. La élite política e intelectual, los mandarines, era una élite de naturaleza no aristocrática, como fue la nobleza europea, sino meritocrática. El acceso a los puestos de poder se realizaba conforme a sus méritos después de pasar unos durísimos exámenes oficiales. Los chinos fueron en efecto, los inventores de las oposiciones oficiales como vía de acceso al funcionariado, algo que fascinó sobremanera a los ilustrados europeos. Ese centralidad y concentración del poder hizo que la tensión o el juego político en China, dinastía tras dinastía, estuviera localizada en un círculo minúsculo: ya fuera entre el emperador y sus ministros, o en entre los eunucos de la corte y los funcionarios territoriales, este juego político tenía lugar totalmente al margen del pueblo, para el que la corte estaba geográfica y mentalmente muy lejos de su realidad.

Junto a la institución imperial y el mandarinato, un elemento que no podemos obviar la formidable cohesión de China y que facilitó en gran modo la centralización no solo del poder sino de la educación en China en un territorio amplísimo fue su escritura. China cuenta con el mismo sistema de escritura desde antes del primer milenio antes de nuestra era. Al ser una escritura de caracteres, es decir de origen pictográfico y no alfabético, era totalmente indiferente a variaciones dialectales o lingüísticas, es decir, era la misma para todo el territorio chino hablase la lengua que hablase. La cohesión política y cultural que otorga al imperio chino la escritura es sin duda una de las claves de su éxito político. Como empresa política, el imperio chino es la de más éxito en la historia de la humanidad, con 2237 años (duración en el tiempo que rivaliza sólo con el desaparecido hace algo más de 2000 años imperio egipcio) y, como se desprenderá de las conclusiones finales de este ensayo, de hecho, no es del todo claro que el imperio chino haya concluido. La escritura china no sólo fue un instrumento de cohesión cultural y de canalización y transmisión de la civilización china, su escritura fue el mismo tiempo la muralla más sólida que ha guardado a China de influencias extrajeras. Como señala Dolors Folch, “al tener que pasar por ese molde, ninguna nueva noción, ninguna religión foránea podrá penetrar en China sin antes haber sido traducida a los conceptos previos que envolvían los caracteres: la escritura siniza todo lo que toca”

Estas circunstancias nos ayudan a entender cuáles han sido los objetivos o donde se han puesto las metas del buen gobierno, la armonía el orden en el caso de la civilización china (algo clave habida cuenta de la dimensión geográfica y poblacional del imperio), mientras que occidente ha gestado una cultura política que ha ido dirigiendo sus pasos hacia la conquista de la libertad y la igualdad.

  1. VISIÓN CHINA DEL MUNDO

Llegamos al punto de reflexión y de síntesis histórica de lo que ha sido la percepción china del mundo a lo largo del pasado, el presente y lo que opinamos será el futuro. Lo que aquí llamamos pasado lo identificamos con el pasado imperial de China, que no es toda la civilización china, sino solo los últimos 2.200. Inevitablemente incurriremos en simplificaciones al valorar un periodo de tiempo tan extenso, de él hemos extraído las constantes generales que se han mantenido en la visión china del mundo exterior. Lo que en el título llamamos presente es en realidad el pasado reciente de China, la entrada tardía y tormentosa de China en la Modernidad, algo que ocurre en el siglo XX, un siglo de transformación y experimentación que enriquecerá sustancialmente su visión del exterior. Finalmente, y en relación al futuro, verteremos una serie de reflexiones hechas a la luz del comportamiento de china y de su aporte en la nueva globalidad que se apunt para el siglo XXI. En todas estas reflexiones sobre la visión china del mundo nos referimos fundamentalmente a la percepción del mundo en la elite gobernante china, es decir aquella en la que se han basado los presupuestos que han animado la diplomacia china y de su acción hacia el exterior.

3.1 Visión del mundo en la China imperial

Aunque la identidad cultural de China de pertenencia a una civilización común es muy anterior, China existe como entidad política diferenciada desde la dinastía Han en el siglo III a. C., momento en el cual tiene lugar la unificación política de China tras un paréntesis de siglos de atomización política. Atrás quedaban los tiempos de los Zhou, rememorados en los clásicos como la edad dorada de la antigüedad china, y bajo los cuales el orbe chino era gobernado armoniosamente por soberanos virtuosos. Los Zhou permanecerán en el imaginario de los intelectuales confucianos como arquetipo de la justicia y del bien hacer político. La dinastía Zhou fue perdiendo progresivamente el poder del territorio chino ante el ascenso de la nobleza local, será esta nobleza la que, con el tiempo, irá conquistando el poder y protagonice la división política del territorio chino en microestados en ocasiones rivales entre sí. La unificación de China tiene lugar en el s. III a. C. por el emperador Qin shi Huang que eleva a la efímera dinastía Qin al trono imperial de toda China. Pero es su sucesora, la dinastía Han, la primera gran dinastía de China en la que cristalizan las bases del proyecto político que perdurará a lo largo de los siglos. Comienza así la historia de China como imperio centralizado que, aunque con momentos de disgregación política puntuales, se perpetúa durante más de 2.200 años. Dos milenios a lo largo de los cuales no sólo perviven, sino que se perfeccionan las instituciones que mantienen la estructura del poder político.

A lo largo de siglos, las diferentes dinastías chinas se sucedían cambiándole el apellido al trono imperial, mientras que la estructura funcionarial que era la que en realidad ejercía el  poder de facto, cada vez más sólida, era la que permanecía sobreviviendo a los distintos linajes familiares que ostentaban poder político.

Muchas son las vicisitudes de China a lo largo de estos dos milenios, pero aún así, podemos encontrar una serie de conceptos comunes que expliquen, a grandes rasgos, la visión del mundo en la élite política china a lo largo del periodo imperial. En primer lugar hay que tener en cuenta una cuestión puramente orográfica. China ha permanecido aislada por desiertos o cordilleras de montañas elevadísimas, no tuvo por tanto ninguna otra “gran civilización” vecina o lo suficientemente cercana como para tener que articular una diplomacia, o al menos para forzar a China en interesarse por el mundo exterior. En la época Han, los grandes imperios de la antigüedad: Roma, India y China, estaban conectados muy escasamente, y solo a través de corredores o zonas de unión por donde viajan fundamentalmente mercancías. Es cierto que conforme avanza la historia el principal corredor comercial de la antigüedad, la ruta de la seda, propició la difusión por Asia del budismo, y China no se quedó al margen ni mucho menos. No obstante, China ha conservado, como civilización y como entidad política, un componente acusado de “interioridad” o centralidad. Su propia civilización nace en las fértiles y húmedas llanuras de los ríos de la China central que actúan como vectores de esta interioridad. A su alrededor, tribus bárbaras y nómadas de las estepas, los terribles Xiongnu, en absoluto homólogos a nivel civilizatorio o cultural, que son el primer interlocutor exterior con China, y con el que China interactúa en un juego en el que alterna la defensa y el ataque con la política matrimonial y asimilación. Las prósperas llanuras fluviales eran un gran atractivo de sedentarización de las tribus bárbaras, y China proporcionaba además un know how agríola de enorme valor.

Un concepto fundamental por lo tanto en la visión del mundo en la China imperial, es la dicotomía hua/yi (lo chino de lo bárbaro). Nótese que aquí el otro, el bárbaro, el extranjero no responde a un concepto político de fronteras, sino que es exclusivamente un concepto civilizatorio. Una división que estaba basada en una concepción sinocéntrica del mundo, según la cual el mundo se organizaba en círculos concéntricos, siendo el primer círculo el centro del imperio, un imperio que se irá ampliando en la medida en que esos pueblos bárbaros se van asimilando a la cultura china. Es muy sintomático y muy clarificador para entender lo que es un concepto civilizatorio de nación, y no político, el hecho de que China no se ha arrogado un nombre de país a sí misma hasta el s. XVII, en plena dinastía Qing, y lo hizo para poder firmar el tratado de Nerchinsk con Rusia. Hasta entonces, China se ha denominado de múltiples maneras, apelando al apellido de la dinastía reinante, o al concepto Tianxia, utilizado para referirse al espectro del gobierno imperial y que significa, “todo aquello bajo el cielo”.

La política con respecto a los bárbaros era como hemos mencionado ya, de defensa o de asimilación. La construcción de la mítica gran muralla respondía precisamente a esa necesidad de defensa frente a los bárbaros del norte. China ha probado a lo largo de su historia una gran capacidad de asimilación, precisamente por la superioridad cultural que ofrecía a sus vecinos más cercanos. El avance del imperio chino hacia el sur y hacia el oeste ha sido un avance de la civilización china, de la cultura china a través de ese instrumento tan útil que es la escritura china. Incluso cuando China era invadida por bárbaros y una dinastía extranjera se instalaba en el trono imperial, por ejemplo la dinastía Yuan de origen mongol en el siglo XII, o la dinastía Qing de origen manchú en el S. XVII, era la dinastía extranjera la que terminaba asimilándose y encajándose en las estructuras políticas y sociales chinas.

Un aspecto singular de China en relación con el mundo exterior, es su capacidad para sinizar elementos exógenos y convertirlos, tras un proceso de digestión cultural, en algo chino. Es lo que ocurre con el budismo, una corriente de pensamiento que viene de la India, y que se introduce en China a lo largo de la ruta de la seda durante los primeros siglos de la era cristiana. El budismo supuso una apertura de China a un universo cultural diferente, y tuvo su momento de esplendor durante la dinastía Tang (S. VII-X), favorecido por el cosmopolitismo de los Tang y un mayor contacto con la India. El budismo en China, tras un primer momento de rechazo por parte de la ortodoxia confuciana, experimentó un mestizaje con elementos del autóctono chino, como el taoísmo, con quien compartía la intuición filosófica del vacío, y de quien toma prestados conceptos para su propia formulación en chino. El budismo chino o budismo Chan se convierte así en una corriente espiritual budista singularmente china, de una simplicidad y profundidad tales que cautivaría al vecino Japón, donde adquiere el nombre más conocido para los occidentales de Zen.

China nunca ha sido una potencia expansiva ni conquistadora como los mongoles u otros imperios más guerreros del centro de Asia, de naturaleza nómada y ágiles para la guerra. La expansión del territorio chino ha seguido un patrón orgánico de extensión en círculos desde el centro en el noroeste hacia el oeste y el sur de su territorio movido por la necesidad de abastecer a una población que siempre ha sido muy amplia. El imperio chino concentró sus esfuerzos en gobernar lo que tenía en casa, una tarea lo suficientemente compleja por lo vasto del territorio como para embarcarse en aventuras de conquista exterior.

Tampoco ha tenido China el afán colonizador de nuevos mundos que se despertó en los imperios europeos de la edad moderna con los adelantos en las técnicas de navegación y cartografía. La China de los Ming de hecho impulsó a principios del S. XV un gran proyecto de expedición marítima al mando del almirante Zheng He. A bordo de los colosales juncos chinos, Zheng He navegó y cartografió las costas de los cinco continentes, sin embargo esta expedición que consumió ingentes recursos tanto humanos como materiales, no tuvo ningún resultado colonizador, sino solamente un interés exploratorio y científico, y ni siquiera dejó escuela ya que con este proyecto concluyeron las expediciones marítimas de imperio chino. China no ha sido tampoco una potencia imperialista, al contrario, fue destino del imperialismo de potencias europeas en el S. XIX y de Japón en el S. XX. China es en definitiva una potencia que en su acción exterior se puede considerar pacífica.

El pilar intelectual en el que se asienta la principal obra de estrategia militar de China, El Arte de la Guerra, es la premisa de que la mejor batalla es la que nunca se llega a librar. El autor de esta obra, Sunzi, un general del S. VI a. C, afirma que el mejor general es aquel que consigue evitar el conflicto armado, mantiene también que toda guerra, por costosa, por sangrienta y por disruptiva de actividades vitales como la agricultura, es en sí una derrota. En caso de tener que ir a la guerra, ésta debe ser corta, concluye Sunzi. Diplomacia, reflexión sobre el terreno, conocimiento del perfil del enemigo, engaño, espionaje, regalos, todos ellos son recursos útiles y lícitos con tal de evitar la guerra. No es Sunzi adalid de un pacifismo santurrón, relatan las crónicas que sin pestañear decapitó a dos concubinas que se habían reído al escuchar sus órdenes en presencia del mismísimo emperador. Lo que anima a Sunzi a escribir así es el hecho de que, evitar el enfrentamiento armado, gestionar el conflicto facilitando otra salida al cambio de situación, es casi siempre mucho más práctico y responde mejor a las necesidades del monarca.

3.2. El s. XIX: el Siglo de Humillación y el cambio en la visión china del mundo

Esta visión del mundo sinocéntrica, siendo la civilización china la civilización superior y universal, entra en crisis aguda a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En este momento y aprovechando la debilidad de la decadente administración Qing, Occidente irrumpe de forma cruenta en el suelo chino e inicia con la Guerras del Opio una serie de conflictos armados que se saldan en su totalidad con derrotas flagrantes por parte de China.

Se gesta así lo que la historiografía china ha llamado el Siglo de Humillación. El Siglo de Humillación es toda una narrativa histórica que vertebra en gran modo la percepción de China del mundo exterior e influye de forma decisiva en el discurso político de la China contemporánea. El Siglo hace referencia a la historia de enfrentamientos armados y agresiones entre China y las potencias occidentales (más Japón) que tuvo lugar desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Concretamente hasta el año 1949, año de la proclamación de la República Popular China por Mao y que la narrativa del Siglo de Humillación define como el año de la liberación. A las dos guerras del opio en las décadas centrales del S. XIX les siguió la guerra sino-Japonesa de final de siglo. En 1900 tuvo lugar la intervención de la Alianza de los ocho ejércitos de las grandes potencias europeas para sofocar la rebelión de los Boxers. En la segunda década del s XX la presión de las potencias occidentales sobre China disminuyó debido al inicio de la primera guerra mundial en Europa, sin embargo, las ambiciones japonesas adquirieron nuevos bríos. Durante las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, China se vio envuelta en la guerra de resistencia a la invasión japonesa, un conflicto devastador que además coincidió con la guerra civil entre comunistas y nacionalistas del Guomindang. La guerra contra Japón concluirá sólo con la derrota de éste en la segunda Guerra Mundial, y su retirada de suelo chino en 1945.

Como consecuencia de las continuas derrotas de China en estas guerras, la dinastía Qing se ve obligada a firmar una serie de tratados que China ha conceptualizado siempre como desiguales, por las pérdidas de territorio que le ocasionaron al imperio y las concesiones de todo tipo que la administración Qig hubo de hacer a las potencias ganadoras. El Tratado de Nanjing obligó a China a ceder la isla de Hong Kong al imperio británico, y el de Simonoseki a ceder la isla de Taiwán a Japón. China se vio obligada también a hacer frente a exorbitantes indemnizaciones de guerra, y a realizar concesiones comerciales, de extraterritorialidad y de apertura de puertos francos en su propio territorio a potencias extranjeras. En definitiva, debilitamiento, desintegración y lo que fue visto por el pueblo chino como una humillante pérdida de soberanía.

El Siglo cambió la visión china del mundo, una visión sinocéntrica en la que la civilización china era la civilización superior, una civilización cuya escritura se había impuesto en países como Japón, Corea o Vietnam, una civilización cuyos descubrimientos habían precedido muchos de ellos en siglos a los de occidente, una civilización que contaba con más de cuatro mil años de historia y había sido el centro gravitatorio cultural de Asia oriental. El encuentro violento entre China y Occidente en el siglo XIX supuso, no sólo una humillante derrota militar, sino que al mismo tiempo era la primera vez que otra civilización, tecnológicamente más avanzada y militarmente muy superior, desafiaba la superioridad de la civilización confuciana. Esto desestabilizó la visión china del mundo y de su sitio en él. El siglo generó inevitablemente una actitud hacia occidente de profunda desconfianza, pero también y en el mismo grado, de profunda admiración hacia un adversario que había probado ser superior. Un adversario temido, pero que será a partir de este momento la fuente de inspiración en la búsqueda de recetas para la modernización de China.

Desconfianza hacia el exterior y una agudísima sensibilidad en los asuntos que atañen a la soberanía del país son aspectos que han sido alentados por esta narrativa que, lejos de intentar borrar u olvidar la experiencia histórica de una derrota militar, fue constantemente evocada y rememorada. Ya fuera través de discursos políticos, de libros de texto y películas, o por boca de políticos y educadores, el Siglo de humillación caló de manera muy profunda en el conjunto de la sociedad china y constituyó desde sus orígenes un elemento importantísimo en la legitimidad del partido comunista chino, el actor político protagonista de la liberación nacional en 1949.

Es indudable que el Siglo de Humillación potenció de manera notable la legitimidad del partido comunista chino y actuó como un potente filtro que condicionó en gran modo la visón china del mundo exterior a lo largo de gran parte del siglo XX.  El Siglo impregnó desde sus comienzos el ideario del partido comunista, un partido que no sólo perseguía los ideales de revolución social como cualquier otro partido marxista leninista, sino que también nació con el objetivo de liberar a China de esa amarga experiencia y se arrogó la misión histórica de devolver a China el status que le correspondía como gran potencia.

3.3 El siglo XX en China: ensayos de republicanismo, comunismo y liberalismo económico

En los albores del cambio de siglo, China se hallaba a merced de una administración débil y minada por la corrupción, salpicada de revueltas campesinas, con parte de su territorio en manos de potencias extrajeras, y con el fantasma del expansionismo japonés que amenazaba desde Manchuria. Esta situación precipitó un golpe de estado republicano que pondrá fin al sistema imperial. Sun Yatsen, un político e ideólogo chino, introductor de un nuevo ideario político y fundador del primer partido político en China, el Guomindang, lidera esta revolución que en 1911 derroca al último emperador y establece en China una fórmula política completamente nueva: la República China.

La desafección del reformismo chino de principios del siglo XX con su pasado imperial-confuciano es inmensa, y en pocos años la intelectualidad china corta de manera radical con su tradición, una tradición a la que considera feudal, antigua, atrasada y responsable de todos los males de China. Se inicia así un periodo de experimentación en la búsqueda de recetas políticas capaces de sacar a China de su atraso y llevar a cabo su modernización. Este periodo de experimentación de ensayos audaces y de errores y aciertos mayúsculos durará todo un siglo: el siglo XX.

En un primer momento, China ensaya un modelo político republicano, liderado por un partido, el partido nacionalista o Guomindang, de inspiración liberal que, si bien introduce un nuevo formato político en China, y un nuevo ideario político que ya avanza conceptos como nacionalismo, democracia y bienestar los Tres Principios del Pueblo, no consigue hacer salir a China de esa gravísima crisis nacional en la que se hallaba sumida. Tras años de guerra civil interrumpida sólo por momentos de colaboración para luchar contra el enemigo japonés, el gobierno republicano de Chiang Kaisheck pierde el poder ante la victoria de los comunistas de Mao y se retira a la isla de Taiwan.

El segundo formato de experimento político se inicia con la llegada el partido comunista al poder y el establecimiento de una república popular, Mao concluye con éxito la unificación nacional y China continúa su avance hacia la modernidad de la mano del comunismo. En este periodo la rigidez ideológica del maoísmo y el contexto internacional de la Guerra Fría, van a ser los mayores condicionantes de la visión del mundo exterior de la élite política china. El mundo para Mao se dividía en dos grandes bandos, el oriente comunista, adalid del socialismo y de la paz, y el occidente capitalista, cuna del imperialismo y de la desigualdad. Un visión dualista y bipolar, muy en la línea de los tiempos. En la década de los setenta, una vez consumada la ruptura entre China y la Unión Soviética, Mao enunciará la Teoría de los Tres Mundos, el primer mundo estaría integrado por el bloque imperialista: Estados Unidos y la Unión Soviética, dos superpotencias económicas y militares que constituían para Mao la principal amenaza para la paz mundial. El segundo mundo englobaría a todos aquellos países que no estaban ni en el primer ni el tercer mundo: Europa, Japón, Australia y Canadá, a pesar de ser capitalistas (es decir ideológicamente hostiles) eran potencialmente socios en un posible frente unido en la lucha contra el imperialismo. Finalmente, el tercer mundo, categoría en la que Mao incluía a China, estaba integrado por los países de Asia, Sudamérica y África, pueblos oprimidos por el primer mundo que aspiraban a lograr la libertad y la paz. Esta percepción del mundo bloques va a definir claramente la acción de China en el exterior, la diplomacia china estará enfocada a exportar revolución, será una diplomacia de apoyo a movimientos de liberación nacional, y de condena constante de cualquier tipo de imperialismo.

El comunismo como proyecto político impuesto por Mao fracasa estrepitosamente a la hora de dotar al pueblo chino de prosperidad material y de hacer de China un país moderno. En el imaginario chino, Mao fue el gran “liberador” artífice de la independencia nacional, pero el “reformador” que sacará a China del yugo de la pobreza será Deng Xiaoping. Deng dará la vuelta al maoísmo iniciando el tercer ensayo político de China en el siglo XX. China se abre al exterior y se embarca en una ambiciosa y audaz política de reforma para desmantelar la estructura económica dirigista de una economía planificada al estilo soviético e ir, gradualmente y por sectores, abriéndose hacia una economía de mercado. Es el gran golpe de timón que da en su línea programática el Partido Comunista chino: admitir el liberalismo económico como ingrediente fundamental de su política.

El fin de la Guerra Fría y la desaparición del fantasma de la tercera guerra mundial propicia también un cambio de percepción del mundo exterior en la élite política china. Con una visión impregnada de pragmatismo chino, Deng identificará el mundo exterior como un socio potencial, los países desarrollados, independientemente de su orientación ideológica, son para Deng actores indispensables para llevar a cabo la reforma. Comenzando con sus vecinos asiáticos como Japón o Corea, hasta Estados Unidos o Europa, todos ellos son países desarrollados que pueden aportar capital, know how y tecnología para la tan necesaria y ansiada reforma. El discurso en política exterior lógicamente cambia y abandona la retórica revolucionaria, el slogan maoísta de “guerra y revolución” se sustituye por la máxima de Deng de “paz y desarrollo”. Deng Xiaoping, un líder de espíritu eminentemente pragmático, se lanza a una diplomacia orientada a estrechar lazos comerciales con occidente y el tercer mundo e impulsar la complementariedad económica y el desarrollo del país. China irá progresivamente reduciendo su apoyo a movimientos de liberación nacional y concentrando esfuerzos en estrechar lazos comerciales con occidente y el tercer mundo. Reforma económica en el interior, liderazgo único del PCC y apertura hacia el exterior es lo que Deng denominó, y fue integrado en el corpus de doctrina oficial política china, como socialismo con peculiariades chinas.  La diplomacia china, más que nunca, se pone al servicio de los intereses económicos y de desarrollo del país. Mantener un entorno pacífico en el exterior que fuera propicio para avanzar en la reforma interior será el principal prisma con el que China articule su visión del mundo.

La década de los noventa son años de crecimiento fulgurante en la economía china. Jiang Zemin es el responsable de lograr la inclusión de China en la corriente de la globalización económica, y consolidar su status de gran potencia en la comunidad internacional.  China experimenta en los primeros años del siglo XXI una considerable inyección de autoconfianza, su admisión en la Organización mundial del comercio, el triunfo de su candidatura para los juegos olímpico de Pekín, y la elección de Shanghai como sede de la APEC le hacen sentirse de nuevo la gran potencia que fue antes del Siglo de Humillación. China está a principios de siglo abierta al mundo como no lo estuvo nunca en toda su historia, pero al mismo tiempo la constatación de su éxito en la creación de riqueza y prosperidad material reavivan la reafirmación en su propia singularidad.

Hu Jintao, el primer líder político chino del S. XXI, rescata para el discurso político del gobirno chino las alusiones a la propia tradición. La multipolaridad política que clamaba Jiang Zemin como mejor patrón para el orden mundial, se convertirá en boca de Hu Jintao en el anhelo por crear un mundo armonioso. Este nuevo enunciado de la diplomacia china se elabora rescatando conceptos y alocuciones de los clásicos. Tanto en el discurso político chino como en los principales focos de la intelectualidad china se multiplican las citas de las Analectas de Confucio y aforismos presentes en los clásicos. China se redescubre si misma, y tras un paréntesis de un siglo, vuelve a poner con fuerza en valor su propia tradición, su esencia.

Pero el Gran Renacimiento de la Nación China no ocurre en el siglo XXI de forma espontánea, tiene lugar tras haber experimentado durante todo un siglo con varias recetas. A lo largo del siglo XX, los tres grandes reformadores que ha tenido China: Sun Yatsen, Mao Zedong y Deng Xiaoping incorporaron sucesivamente el republicanismo, el marxismo-leninismo y el liberalismo económico. Fueron tres grandes actores de la historia de China que propiciaron con mayor o menor acierto la entrada de China, aun tardía, en la modernidad. Pero es preciso hacer notar que fueron los transmisores de un legado intelectual occidental: republicanismo, marxismo y liberalismo económico son doctrinas todas ellas importadas de occidente. El despertar de la consciencia de la tradición China tiene que ver con un ansia de renovación cultural, un anhelo por redefinir la identidad del pueblo chino en un momento histórico concreto. Un momento en el que China, después de casi un siglo de búsqueda y experimentación, debe dar con el fundamento cultural en el que se asiente el proceso de modernización del país más poblado del planeta y heredero de la civilización más antigua. O dicho de otro modo, China necesita definir las claves de su propia Modernidad. Eso es lo que está ocurriendo ahora, y en política y diplomacia tiene su reflejo en el enunciado del Modelo Chino.

3.4. El Modelo chino para un nuevo orden mundial en el s. XXI

La iniciativa OBOR y el reto de China como país

El gobierno chino actual liderado por Xi Jinping es el impulsor de una gran iniciativa, grande por el alcance que se propone tanto en el tiempo como en el espacio, y que consiste nada menos que en la revitalización y dinamización de la antigua Ruta de la Seda. Aprovechar el potencial de coectividad del corredor comercial más antiguo del mundo que conectaba todo el continente euroasiático, es en definitiva el objetivo de esta iniciativa que se conoce por sus siglas en inglés OBOR (One Belt, One Road).

A pesar de ser un proyecto que cuenta con pocos años de vida, se anuncia en el año 2013, la magnitud y la significación del mismo han hecho que corran ya ríos de tinta analizando las implicaciones de su puesta en marcha. Muchos la identifican con el diseño de una nueva geoestrategia mundial por parte de China. Ciertamente, el proyecto OBOR es un proyecto magno, un proyecto de conectividad euroasiática a través de la planificación de una extensa red de infraestructuras que incluye líneas de ferrocarril, autopistas, corredores comerciales, oleoductos, gaseoductos, y una estratégica red de puertos que facilitan en gran medida la salida al mar de puntos muy alejados de las costas a lo largo de Eurasia. En este gran entramado de conectividad, el proyecto cuenta con dos grandes arterias, una terrestre y otra marítima, lo que multiplica enormemente su potencial. Es, en definitiva, la oportunidad de integración continental más clara que jamás ha tenido Eurasia para poder ser considerada como zona de influencia global. Y siendo China la iniciadora de este proyecto está claro que le ayudará a restituir en gran modo su centralidad en la esfera internacional. Es un proyecto OBOR es de iniciativa china, pero es un proyecto abierto e inclusivo, que actualmente implica a alrededor de setenta países de Asia, oriente medio, Europa y África.

Los primeros comentarios al proyecto de analistas occidentales inciden sobre todo en el aspecto más geopolítico del proyecto. A ojos suyos China claramente ha dejado atrás esa diplomacia de bajo perfil que recomendaba Deng Xiaoping centrada en lo económico de años atrás, para tener un comportamiento más asertivo en política exterior. Con esta iniciativa China, afirman, estaría proponiendo un nuevo modelo geopolítico para el siglo XXI. La oficialidad china prefiere usar el concepto de “iniciativa” antes que el de “estrategia” como se habló en un principio en medios occidentales precisamente para evitar dar una imagen excesivamente geoestratégica del proyecto y contrarrestar cualquier sensación de amenaza o suspicacias que pudieran derivarse de ello. Realmente, la iniciativa OBOR responde no sólo a un factor dominante, sino que es la respuesta a varios factores, de distinta naturaleza, pero todos ellos de peso, que son los que ha considerado china a la hora de ponerla en marcha.

En primer lugar, la revitalización de la Ruta de la Seda permite a China alargar su polo de desarrollo hacia la zona más deprimida del país, el centro–oeste, y contribuir de este modo a paliar el desequilibrio estructural e histórico que tiene China entre el norte y la rica costa este y el mucho más atrasado centro y oeste del país.

En segundo lugar, la iniciativa OBOR, con la apertura de varios puertos y participación china en la gestión de otros tantos a lo largo de toda la ruta marítima, le permite algo crucial para su supervivencia, que es asegurar más su abastecimiento energético. Un abastecimiento muy comprometido hasta ahora por estar sujeto a cuellos de botella como el estrecho de Malaca, algo que se aliviará con la acción del puerto de Gwadar y el corredor económico China-Pakistan. Si a ello le unimos la construcción ya en proyecto de un oleoducto y un gasoducto que van de Pakistán hasta Kashgar en la provincia china de Xinjiang, desde el punto de vista de seguridad energética, supondrá una gran baza para China. China tiene además participación en otros puertos jalonados a lo largo del océano Indico. El temor que estos puertos puedan ser utilizados eventualmente como bases militares ha sido una de las principales causas que han generado temor y desconfianza por parte de sus vecinos asiáticos y por parte también de la principal potencia desplazada en el área de influencia que es Estados Unidos.

En tercer lugar, la cantidad de contratos en infraestructuras que generará el proyecto permitirá a China también dar salida a parte de su sobrecapacidad industrial y, en general, a fomentar conectividad, integración euroasiática, y un clima de complementariedad económica con sus vecinos asiáticos. En última instancia, el proyecto OBOR sigue respondiendo fundamentalmente a necesidades internas de China. La República Popular China, no lo olvidemos, alberga la quinta parte de la población mundial. Una población que era mayoritariamente pobre (y por tanto no consumidora) hace apenas cincuenta años, pero que ahora avanza hacia lo que el gobierno chino llama la fase del “modesto bienestar”. China consume cada vez más, y el que hace un siglo fuera el hombre enfermo de Asia hoy en día es un coloso que necesita salir para poder abastecerse.

No es casualidad que la iniciativa de revitalización de la Ruta de la Seda tenga lugar ahora. La realidad interna de China, si se analiza en profundidad, resulta menos glamurosa que la grandeur que a simple vista se desprende de su aventura euroasiática.  China se encuentra e un punto de inflexión importantísimo y muy delicado en su proceso de desarrollo. En la actualidad la República Popular atraviesa una década crucial en la que la que debe hacer frente a un reto enorme, un reto que probablemente exija tanta audacia como la que tuvo Deng Xiaoping a finales de los años setenta cuando con su reforma sacó adelante a una China deprimida y sin pulso tras la década de la Revolución Cultural.  China es consciente de que el modelo económico que ha mantenido hasta ahora y que ha sido el artífice del milagro, está ya caduco y no es sostenible cara a los próximos cincuenta años. Este modelo, cuyo crecimiento se basaba fundamentalmente en la inversión estatal en infraestructuras y una económica de exportación al exterior debe evolucionar progresivamente hacia un patrón diferente. Hacia una economía en la que se potencia el consumo interno, basada en la innovación, y generadora de una industria capaz de producir bienes de alto valor añadido. Este reto se agrava si tenemos en cuenta el hecho de que la demografía china no ayuda. El milagro económico se realizó con una población activa ingente que proveyó al país de mano de obra barata durante décadas. La población de china hoy está estancada en su crecimiento mientras que el porcentaje de población envejecida comienza peligrosamente e inexorablemente a engrosar sobre el total. El reto para China es inmenso: debe ser rica antes de ser demasiado vieja, y el peso de esa empresa recae sobre una generación de hijos únicos que son lo que deben hacer posible el gran cambio de modelo económico.

Nuestra conclusión personal es que el proyecto OBOR responde más a una necesidad interna de China que a un despliegue de talante geoestratégico (aunque éste último también sea deseado y bienvenido por China). No obstante lo dicho, la iniciativa de la nueva Ruta de la Seda efectivamente sí encaja en el modelo de orden mundial que demanda China, y por ello nos da la oportunidad de analizarlo.

Reflexiones finales sobre la propuesta china: un orden que acompañe al cambio

China no oculta su malestar cuando encuentra que su peso real como país no está lo suficientemente representado en las instituciones económicas globales. Y es así porque estas instituciones que surgieron de un momento histórico concreto, tras la segunda guerra mundial, cuando Chna era todavía un país subyugado por la miseria y las guerras, y cristalizaron en los acuerdos de Breton Woods. Los acuerdos de Bretton Woods pusieron en marcha un orden internacional económico concreto con la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, un orden que respondía de la mejor manera a la realidad de entonces, pero cuya estructura no permite encajar el inmenso cambio que se ha producido en el panorama internacional con el ascenso de China.

La respuesta a este desequilibrio entre la presencia china en el gobierno de esas instituciones y su peso real es también muy china, y podría llevar la rúbrica del mismísimo Sunzi, el autor del Arte de la Guerra. No ir contra las viejas instituciones, ya que ello supondría entrar de frente en un conflicto, algo costoso e inconveniente, sino crear otras nuevas que faciliten y propicien el cambio. Resultado de este planteamiento son la creación de dos grandes instituciones encargadas de proveer de financiación al proyecto, como son el Banco Asiático de Inversiones y infraestructuras, o el banco de los BRIC en cuya gestión China tiene el papel que por su peso orgánico le corresponde.

¿Está China promoviendo entonces un nuevo modelo de orden internacional? Quizás no esté de esa manera enunciado en la agenda de la cartera de exteriores del gobierno chino, pero podemos inferir con la puesta en marcha del proyecto OBOR que los líderes chinos desean un cambio en el orden mundial.

Una premisa básica para entender ese nuevo orden que preconiza China en boca de sus gobernantes, es entender quiénes son en realidad la élite política china, es decir el partido comunista chino. Como ya hemos señalado en algún otro escrito, el partido comunista chino es una organización con un ropaje leninista, pero que en realidad responde a la estructura tradicional del poder en China. El proyecto político chino que se inició con los Han, y que sobrevivió a diferentes dinastías continua hoy, adaptado a su tiempo, bajo un nuevo linaje y con el nombre de socialismo con características chinas. El partido comunista chino, al igual que lo fueron los Tang o los Ming, es heredero de una larga tradición política de despotismo letrado chino. Una tradición que arrastra siglos de experiencia en la gobernanza de un vasto imperio. Encarna en sí mismo la reedición del mandarinato en su versión moderna, un modelo de gobernanza que aunque alejado de los parámetros occidentales actuales, ha probado ser eficaz para China.

La élite gobernante de China hoy ya no ve al mundo exterior bajo prisma del sinocentrismo, China está abierta al mundo, y entiende y desea seguir estándolo. Pero sigue viéndolo con ojos chinos, y para la episteme china, lo más real, lo mencionábamos al principio de este escrito, es el cambio. Ningún orden construido sobre estructuras rígidas y asentado en principios inamovibles será apto para el modelo chino. Occidente es hijo de una tradición especulativa y racional, y necesita de conceptos claros y definidos para entender la realidad. Por eso nos afanamos en construir instituciones que garanticen órdenes que pretendemos de alcance universal. El orden feudal, el orden de Westfalia, la guerra fría o el orden liberal son fruto de esquemas racionales lúcidos pero con un inconveniente grave para los chinos: son estáticos, y por eso eventualmente se quiebran. El orden feudal se quebró en la Revolución Francesa y propició el advenimiento de la edad moderna, el orden de Westfalia se quebró en la primera guerra mundial con la explosión del nacionalismo en Europa, la Guerra Fría se quebró con la caída del muro de Berlín y el final del comunismo en Europa, y el orden liberal no ha quebrado, pero comienza a ser ampliamente cuestionado por el ascenso de potencias como Rusia o China.

Para los chinos la palabra orden es incompatible con impedir el cambio. La inmutabilidad y universalidad que busca occidente con un orden fijo, China la encuentra en amoldarse y encabalgarse al cambio. China necesita de estructuras flexibles, permeables, cuya virtud esté no en sustentar un orden sino en ordenar lo cambiante. Y resulta ser que la iniciativa OBOR responde claramente a esas necesidades: en primer lugar, se basa en algo intangible y de naturaleza potencial que es la conectividad, la capacidad de permitir que las cosas fluyan. China sabe que la conectividad aporta prosperidad, y que la prosperidad genera paz. No está sujeta a la jurisdicción de una potencia, o a la adhesión a unos principios políticos o ideológicos, sino que se basa en el beneficio mutuo. No es una estructura cerrada, sino una puerta abierta al desarrollo, en definitiva, al cambio. No genera alianzas militares, sino que está diseñada para fomentar la complementariedad económica. Al mismo tiempo, es una estructura que, por ser flexible, es más sensible a la regulación y por tanto mucho más apta para equilibrar influencias según el peso orgánico de los actores que interactúan en ella, algo que a China le interesa sobremanera.

Es curioso como occidente diseña órdenes que pretende inmutables y sin embargo se quiebran, y cómo China se aferra al cambio y sin embargo como civilización resulta ser mucho más inmutable. Dos concepciones cosmológicas igualmente válidas que intentan responder a ese aspecto tan misterioso en el devenir de la humanidad que es el paso del tiempo. Sin duda algo digno de asombro.

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