El renacimiento de china y la mirada occidental
Mariola Moncada Durruti
Tribuna publicada en El País el 6 de noviembre de 2019
El pasado 1 de octubre China celebró con un extraordinario despliegue en forma de desfile militar el setenta aniversario de la fundación de la República Popular y la China que surgió de la revolución comunista liderada por Mao en 1949. Los fastos de esta celebración se vieron empañados en los medios internacionales por episodios de violencia en Hong Kong, una manifestación política clara de resistencia al centralismo de Pekín en su intento por consolidar la autonomía política de la excolonia. Hong Kong es solo una de los puntos calientes de entre los muchos retos que tiene actualmente el gobierno chino, pero ni siquiera esa realidad insoslayable es capaz de empañar los principales logros que se celebran el día nacional de China.
En setenta años de historia, China ha pasado de ser un país un subyugado por la pobreza, las guerras, y el hambre a ser la segunda potencia económica mundial, su elite gobernante ha consolidado su poder haciendo de la prosperidad la principal base de su legitimidad entre la población china. En los últimos cuarenta años, cientos de millones de chinos, un contingente similar a la población de Estados Unidos, han salido de la pobreza y están cada vez más cerca de lo que la retórica oficial denomina como el “modesto bienestar”.
Hacía tiempo que cayó por los suelos el planteamiento weberiano de que culturas de base confuciana eran incompatibles con el capitalismo (si se diera una vuelta por el Shanghai de hoy…), pero también lo han hecho las teorías de evolución política según las cual es la aparición de la burguesía en China forzosamente implicaría un cambio hacia una democracia, o las más recientes, que confiaban el potencial de Internet como dinamizador de un cambio político. En definitiva, se creía en la profecía política de que China abrazaría la democracia. China vuelve a romper esquemas desmontando las previsiones que, desde occidente, se habían hecho acerca de su futuro.
No será, acaso, ¿que occidente tiene un problema de percepción hacia China?
Desde que los primeros misioneros jesuitas entraron en contacto en el siglo XVI hasta la actualidad, la visión de China se ha debatido entre la admiración hacia una cultura milenaria y la reprobación de su sistema de gobierno. Voltaire, el ilustrado más entusiasta de China vio en Confucio la “racionalización de la divinidad”, y consideró el sistema político imperial chino como el más avanzado del orbe. Su sinofilia, contrasta con la sinofobia de otro gran ilustrado, Montesquieu que no dudó en tildar despectivamente a Luis XIV de “déspota de oriente” en su denuncia de la tiranía del centralismo borbón.
La revolución francesa puso fin a la oleada de admiración por china, a la locura de la chinoiserie que había cautivado a gran parte del espectro filosófico ilustrado e inició una nueva narrativa que iba a dejar a China fuera del motor de la civilización, la narrativa del progreso. Diderot afirmó de China de ser una civilización “contraria a la ley del progreso natural”, Kant concluyó que China “carecía de filosofía” y Hegel, entre otras lindezas, no sólo apartó a China de la senda de la filosofía, sino que, además, rebajó las enseñanzas confucianas a la categoría de “moral vulgar”. Hasta el mismísimo Karl Marx, venerado en China desde hace un siglo, tuvo que enunciar el “modo de producción asiático” (un estadio al margen del progreso) para encajar a China en la historia de la humanidad. Europa avanzaba con paso firme hacia la modernidad y China comenzaba su lento pero inexorable declive. La revolución industrial y sus efectos iban a cambiar la visión europea del mundo y de su lugar en él. China quedaba, en el imaginario de los filósofos europeos, al margen del progreso, y hasta los jesuitas, que habían sido históricamente la fuente de información positiva de China, abandonaron a Confucio que no volvió a presentarse en sus escritos como fuente de inspiración válida para una moral universal.
Ni siquiera el movimiento romántico europeo con su mirada benévola, caprichosa y orientalista, será capaz de elevar la percepción de China tras el envite de los profetas del progreso. Aún más lacerante para China será el impacto que las teorías evolucionistas, y su corolario el racismo científico, tendrán en las ciencias sociales del Siglo XX.
El supremacismo de la raza blanca que sirvió para justificar el colonialismo e imperialismo europeo en aras de civilizar otras culturas. Weber, personifica la versión soft del racismo científico, dando a entender que la inferioridad de China estaba basada en un condicionamiento cultural. Todavía más graves fueron las apreciaciones de Herbert Spencer, cuyos estudios arrojaban conclusiones contundentes sobre la inferioridad biológica de las razas no occidentales.
El final de la guerra fría y la oleada de democratización que vivió el globo, hizo pensar a occidente que también había llegado la hora de China, la hora de su homologación en el tren de la Modernidad (la modernidad occidental, se entiende), y de su redención política en forma de una vía democrática. Desde entonces se habla del inminente colapso del sistema de partido único en China algo que o ha tenido lugar.
¿Qué ha fallado en las previsiones de tantos analistas políticos occidentales? ¿Hemos estado percibiendo una realidad que no es tal?
La historia es muy sabia y ha veces lo único que hay que hacer es contemplarla para obtener respuestas que están más allá de cualquier época. Occidente ha ido articulando su percepción de China a lo largo de los siglos sobre parámetros mentales muy occidentales y que, inconscientemente, distorsionan su esencia. Voltaire ensalzaba China porque era partidario del despotismo ilustrado, Montesquieu la denigraba porque defendía los privilegios de la aristocracia en contra del centralismo borbón, la academia decimonónica teorizaba sobre la inferioridad moral y biológica de la raza asiática para justificar el imperialismo, y el modelo de democracia liberal todavía necesita reafirmarse ante el ya extinto modelo soviético.
De entre estos parámetros quizás el más diferente sea el del concepto de la historia. A lo largo de los últimos tres siglos ha tenido lugar el choque de dos concepciones bien distintas del devenir del tiempo: la concepción lineal, y volcada hacia el futuro de la Europa moderna, y la concepción cíclica o circular de la historia en China, volcada no en la consecución de un fin, sino en restablecer el equilibrio perdido. La historia de la modernidad occidental es una marcha lineal hacia la libertad: la Europa feudal dio a luz los estados nacionales, de ellos surgieron las monarquías absolutas, del ascenso de la burguesía surgieron las democracias del siglo XX. La historia de China es la sucesión en espiral de dinastías, que aun siendo hijas de su tiempo (no eran lo mismo los Tang que los Ming o los Qing) iban consolidando cada vez más la misma estructura de poder, el despotismo letrado chino, otorgando al mundo una imagen casi mítica de inmutabilidad. Despotismo, sí, pero con sus propios mecanismos de regulación, el abuso y mal gobierno de monarcas y mandarines culminaba con una revolución campesina que derrocaba la dinastía y entronizaba una nueva, la última de estas revueltas tuvo lugar en 1949, y acaba de conmemorar los setenta años de supervivencia de su linaje.
Con el racionalismo de la ilustración, el avance de la ciencia y tecnología, la idea de progreso y el triunfo del sistema liberal en la década de los noventa del siglo pasado, occidente aceleró todavía más esa linealidad, haciéndola soberbiamente excluyente en el siglo XX. Y, ciegos, no alcanzamos a ver lo que realmente estaba ocurriendo en China. China estaba inmersa en el ajuste de su ultima espiral, en la remontada del último declive, cuando Puyi, el emperador que inmortalizó Bertolucci, abandonó la ciudad prohibida. Un ajuste complejo que le ha llevado a China algo más de un siglo.
Occidente es impaciente, y China tiene sus tempos…
A lo largo de todo el siglo XX China ha estado contemplando Occidente, los cañones de las guerras del Opio produjeron tanta desconfianza como admiración, y muchas de las recetas de modernización con las que ha experimentado a lo largo de este siglo: republicanismo, marxismo-leninismo y liberalismo económico, son recetas occidentales. China incluso ha estado subyugada intelectualmente por occidente, ha sido ella misma la que ha forzado para sí la reinterpretación marxista y lineal de su propia historia, buscando etapas sucesivas de evolución. Ese afán por superar una fase histórica le llevó a despreciar su propio pasado confuciano por “feudal”, y a abrazar la nueva fe del comunismo. Pero la inercia histórica es muy fuerte, y el gobierno de hoy en China es ante todo culturalmente chino, heredero por tanto de una larga y sofisticada tradición de despotismo letrado chino.
China vuelve a ser ella misma, sólo hay que contemplarla para darse cuenta.
La celebración del 70 aniversario de la fundación de la República Popular, no sólo festeja el éxito de un proyecto político, y la madurez del Partido, tiene como telón de fondo también el deseo de alcanzar un proyecto histórico: el “gran renacimiento de la nación china”, un anhelo enunciado por los reformistas republicanos de Sun Yatsen, y al que pretende contribuir Xi Jinping. En este renacimiento por supuesto está implícita la idea de prosperidad material, pero sobre todo supone para China recuperar la confianza en su propia voz, ser capaz de definir su propia modernidad en clave autóctona, y acabar así con el último eslabón colonial con occidente, el de arrogarse este último la autoridad en definir los paradigmas culturales en los que se inscribe el desarrollo de la humanidad.
El ascenso de China probablemente nos obligue a contemplar China con una nueva mirada, una mirada más amplia que no esté tan mediatizada por la aversión occidental a la autocracia, y sea capaz de desvelar el enorme potencial de complementariedad que existe con la apertura al universo mental chino. Un universo mental adiestrado para pensar en lo holístico, lo integral y en el conocimiento relacional, aspectos claves para gestionar un mundo global, el pensamiento chino es maestro en la definición de algo que al racionalismo de occidente se le escapa, la anatomía de los patrones de cambio, el ideal de la regulación. Es posible entonces que, al igual que Leibnitz descubramos una enorme fuente de inspiración, la misma que a él le produjo la lectura del Yijing. Una episteme y una cosmovisión más en la línea del cambio de paradigma al que apuntan las leyes de la física y la mecánica cuántica y que está quebrando el paradigma de la física newtoniana. Del mismo modo que las teorías evolucionistas migraron de la biología a las ciencias sociales, es plausible pensar que los nuevos planteamientos científicos lo hagan también, y entonces China tendrá mucho que decir.
Contemplar a China lleva forzosamente a reflexionar sobre nosotros mismos y a hacerlo con espíritu crítico, algo en lo que Europa ha destacado mucho más que China, como afirmaba Simon Leys, el encuentro con China nos permite “medir por fin con más exactitud nuestra propia identidad, y percibir qué parte de nuestra herencia proviene de la humanidad universal, y que parte no hace sino reflejar simples idiosincrasias indoeuropeas”.
El ascenso de China plantea un doble reto a Occidente, por una parte, la necesidad de hacer un ejercicio importante de humildad para asumirlo, y por otra, una buena dosis de audacia intelectual para hacer fecunda la complementariedad con oriente y avanzar hacia lo que siempre ha sido el motor del conocimiento de occidente, ir en pos de lo verdaderamente universal.